Tenemos muchas ideas preconcebidas sobre la violencia de género. Cuando nos imaginamos a una mujer maltratada, rara vez es una mujer joven, moderna, liberada, con estudios superiores e independiente. Es más fácil imaginarnos a una mujer mayor, alejada del concepto que tenemos de nosotras mismas, lo que hace del maltrato algo que nos toca de refilón, que sólo escuchamos en las noticias. Supongo que esa era la idea que yo tenía, si es que había pensado lo suficiente sobre ello como para tener una idea. Hasta que la realidad vino a rendirme cuentas.

Conocí a este chico en un bar, una noche de fiesta. No voy a decir que me atrajera su inteligencia o que me hiciera reír. No. Lo que me gustó de él fueron sus rastas, larguísimas, perfectas. Lo de la inteligencia y las risas vinieron después. Porque sí, él era culto, inteligente, tenía una vena artística que me volvía loca (tocaba el saxo en un grupo y escribía poesía) y estaba estudiando una carrera por el mero hecho de saber. Parece que una persona así es más difícil que se convierta en una persona celosa y posesiva, ¿verdad? Pues ahí tenéis el segundo prejuicio.

El principio fue maravilloso, imagino que como todos los comienzos. Ahora, mirándolo con la perspectiva que te da la distancia ves ciertos detalles que tendrían que haberme dado una pista. Pero en aquel momento estaba cegada, me lo vais a perdonar. Una noche entre semana, había quedado con mis compañeras de piso para ver el primer capítulo de la temporada de una serie que nos gustaba. Hasta ahí todo bien, pero cuando me llamó por teléfono y vio que nos estábamos preparando para salir a tomar algo se las ingenió para hacerme creer que tenía un ataque de ansiedad y había tomado un par de pastillas. Como no, dejé plantadas a mis amigas para irme con él.

Y eso solo fue el principio. Tendemos a identificar el maltrato con los golpes y los insultos, pero eso es casi el final. Antes viene el chantaje emocional, la anulación como persona. Sin este preparatorio es difícil que nadie aguantase los golpes y los insultos más explícitos. Controlaba todas mis contraseñas de correo electrónico y redes sociales porque si no se las daba me acusaba de tener algo que ocultar. Me decía que no iba a entrar nunca, sólo quería tener una prueba de que creía en él. Y yo se las daba para demostrar mi confianza ciega pero escrutaba mis correos y publicaciones con ojos de enferma por si podía haber algo que le molestase. Eso hasta que definitivamente me borré de toda red social porque, según mi propio pensamiento de aquella época, no me compensaba.

Cada vez que viajaba a ver a mi familia (yo soy de La Rioja y tengo a toda mi familia allí) tenía que rendir cuentas en todo momento de dónde estaba y con quién. Me llamaba por teléfono y me pedía que le mandase fotos para demostrarle que era cierto que estaba con mis amigas. Si salía a tomar algo el acoso telefónico era de tal magnitud que al final “decidí” no salir porque tampoco me compensaba. Y casi suprimí también las visitas a mi familia porque eso generaba agrias discusiones antes del viaje y después. En Madrid me pasaba lo mismo, casi no veía a mis amigas y cuando las veía me sentía tan mal por tener que simular ante ellas que todo iba bien y mantenerle a él tranquilo a base de fotos y llamadas telefónicas, que yo misma estaba deseando que llegará el momento de irme a casa. Me convertí en mi propia carcelera.

Y eso era en mi tiempo libre pero no creáis que cuando estaba en el trabajo la cosa iba mucho mejor. Tenía que mandarle un mail o un mensaje cada 20 minutos/media hora y como me metiese en una reunión sin avisarle… El drama era mayúsculo. Las llamadas telefónicas podían durar 45 minutos y la mayoría eran una sucesión de gritos porque no le había escrito lo suficiente o con la suficiente frecuencia, o… yo que sé, ya era por cualquier cosa. Llegaron a darme un toque de atención en el trabajo y si no me echaron fue porque me quedaba todos los días (mucho) más tiempo para intentar compensar el que perdía por otro lado. Lo más curioso de todo esto es que ya llegó un momento en el que no le hacía falta decirme lo que tenía que hacer, qué tenía que ponerme, con quién ir o cómo comportarme. Tenía tan asumido lo que él quería que lo hacía sin más. Aunque eso no me librase de tener discusiones casi a diario y llorar de la mañana a la noche. Las lágrimas me acompañaron durante casi tres años.

He de decir que nunca, jamás, me puso una mano encima. Situaciones violentas viví muchas, pero al menos la violencia no la ejercía sobre mí. Rompía cosas a mi alrededor, normalmente aquellas cosas que tuvieran que ver con mi pasado (por poner un ejemplo, rompió una cámara de fotos que me había regalado una expareja). En otra ocasión amenazó con pegar a un amigo con el que había mantenido una relación muchísimos años antes. Mi amigo, que no sabía nada de mi situación y que en ese momento se encontraba con su novia, se alejó de mí. Claro. Normal. Esa noche dormí en el suelo a los pies de su cama porque no me dejó meterme en la cama con él pero tampoco quería que me fuera de su casa. Y yo, tonta de mí, pensé que con ese gesto de sumisión entendería que estaba arrepentida de… ¿qué? No lo sé, todavía hoy no sé de qué tenía que arrepentirme.

Nunca me puso una mano encima, eso es cierto, pero me sorprendía a mí misma constantemente deseando que lo hiciera. Me explico. Estaba convencida de que si me pegaba por fin tendría una razón lo suficientemente importante como para alejarme de él. Porque el constante maltrato psicológico, las humillaciones públicas y privadas, la persona sumisa y sin personalidad propia en la que me convirtió… todo ello, no me parecían razones de peso. Me costaba mucho pensar en mí como en una mujer maltratada porque nunca me había pegado. Era una víctima de segunda categoría. Y este, señores, es el tercer prejuicio.

Tuve suerte, tengo grandes amigos que estuvieron a mi lado, cada uno llevando la situación como buenamente podían. Porque por mucho que lo intentase, ocultar una vivencia así es muy difícil. Había quienes me gritaban de pura frustración, otros que intentaban estar a mi lado para escucharme e intentar llegar hasta mí a base de comprensión… nada valía, nada parecía hacer mella en mí. Por supuesto que perdí a mucha gente por el camino, gente con la que no tenía todavía una relación demasiado consolidada como para soportar una presión tan grande pero que, con el tiempo, podrían haberse convertido en grandes amigos. Perdí esa oportunidad, y es una pena.

Llegó un momento en el que no podía más. Yo ya llevaba un par de meses intentando dejarle pero siempre aparecía donde yo estaba y acababa siguiéndole. No entiendo por qué, yo no quería hacerlo pero algo me impedía cortar por lo sano con él. Es lo que tienen las relaciones tóxicas, de dependencia y sumisión. Los últimos meses fueron un infierno. Las llamadas y el acoso eran constantes. En Navidad, me fui unos días a mi pueblo y él apareció el día 25 en la puerta de casa de mis padres. ¿Y yo qué hice? Pues irme con él, claro.

Una noche había salido con una amiga, salí a fumar un cigarro a la puerta del bar, un chico vino a pedirnos fuego y él apareció de la nada a reprocharme que estaba hablando con otro. No sé cómo sabía que estaba en ese bar ni cómo apareció justo en el momento en el que yo salí a fumar. Me lo imagino siguiéndome desde mi casa, agazapado en la esquina hasta que saliese a la calle para intentar “pillarme” haciendo algo malo. Otra vez, en una cena de trabajo, fui con una de mis compañeras a coger un taxi para irnos a casa y cuando nos sentamos en la parte de atrás se abrió la puerta y se sentó él. Sin preguntar. Sin saludar. Y sin explicar qué hacía en Plaza de España a las cuatro de la mañana. Mi compañera de trabajo alucinó, claro.

Y al fin, no sé cómo, le dejé. No pasó nada fuera de lo común que me hiciese abrir los ojos. Supongo que fue por acumulación. Le había dicho por enésima vez que no volviera a acercarse a mí y esa vez, no dio señales de vida durante una semana (justo la semana en la que tenía alojados en mi casa a una pareja de amigos). Yo no estaba tranquila, sabía que no había dicho su última palabra y así fue. Justo el día que mis amigos se fueron a su casa, él volvió. Pero yo estaba preparada. Me fui a dormir a casa de una amiga e intenté no cogerle el teléfono aunque fracasé unas cuantas veces. Pero no le dije dónde estaba, al menos en eso fui fuerte.

Pasados dos días, una noche, a las 3 de la mañana, sonó el timbre de mi casa y yo por fin tenía la fuerza suficiente como para no abrir la puerta. Le amenacé con llamar a la policía y acabé mandándole todas las cosas que tenía suyas en mi casa por un mensajero para no tener que volver a verle. Esa noche la pasé en vela, llorando con la espalda apoyada en la puerta asustada por si estaba al otro lado. No me atrevía a comprobarlo por la mirilla. En el final, por lo menos, me lo puso fácil y no volvió a aparecer.

A partir de ahí sólo me quedó reconstruirme. Lo ideal es hacerlo poco a poco, lamerte las heridas e ir recuperando la confianza en ti misma con esfuerzo. ¿Pero para qué vas a hacerlo bien cuando puedes hacerlo rápido? Me dediqué a divertirme por todo lo que no me había divertido en aquellos tres años de infierno. Y eso está bien si acompañas la diversión de reflexión pero en mi caso no fue así. Al final, como no, las cosas cayeron por su propio peso y un año después de todo esto acabé en un psicólogo contando todo lo que hoy he contado aquí. Hoy en día, no puedo decir que haya conseguido ser la persona que era antes de esta relación. Ni lo soy, ni creo que lo sea nunca. Ni tampoco sé si quiero serlo, la verdad. Ahora soy una persona más fuerte en algunos aspectos y con más certeza de mis debilidades. He aprendido a quererme y valorarme, pero también a repensarme y reinventarme si es necesario. Al final, me quedo con las palabras que leí hace un tiempo, no soy una víctima, soy una superviviente.

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Fuente: Sara, 32 años. Es periodista y viven en Madrid.

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